Quizás la “gente”, ese corpúsculo indeterminado respecto del cual se puede adoptar un tono conmiserativo o despreciable -según le convenga a uno-, debiera conocer cuáles son las verdaderas esencias del populismo en España. Justamente porque de un tiempo a esta parte, algunas de las personas más “influyentes” de nuestra sociedad, como Javier Marías o Felipe González, pasando por Fernando Savater o Pablo Casado, han tratado de identificar, en un contexto político y social muy concreto, populismo con una ideología defensora de los valores sociales. Sin lograrlo.

Sostienen que populismo y alternativa a un modelo en crisis es lo mismo, una tautología que hay que erradicar en un debate que de partida dan por concluido, ellos, demócratas convencidos y sobrados de vanidad para autoproclamarse autoridad en materia de convivencia y buena vecindad. Su principal argumento consiste en considerar que toda nueva forma de repensar  y reivindicar aquellos valores y preceptos que caracterizan nuestro sistema normativo no es sino un acto de rebelión populista con fines espurios y los pies en las nubes. Así de interesada es su visión e interpretación del actual articulado jurídico.

Aquí van algunas pinceladas de su estrategia: desacreditar a quienes defienden que el pleno empleo debe ser la referencia irrenunciable de cualquier modelo económico, frivolizar con respecto a los que creen que los derechos sociales del estado del bienestar -salud, vivienda, educación…- deben prevalecer por encima de cualesquiera otros, criticar a quienes piensan que solamente mediante un sistema de impuestos progresivo se puede sostener un nivel de servicios públicos caracterizado por la eficiencia… Mas fíjense que al final la gran mayoría de estas cuestiones englobadas erróneamente dentro de lo que se conoce como populismo presenta una coordenada común; reivindicar, simplemente, lo que la propia Constitución de 1978 dictamina: en esencia, que los derechos sociales nunca se deben situar por debajo de los intereses personales de ninguna minoría selecta, ya sea la monarquía o la vieja clase política.

Aprovechando la ocasión, ¿no es la monarquía la representación exacta del populismo cuando, por ejemplo, asiste al Congreso de los Diputados en 2016 para leer un discurso acerca de lo ardua que ha de ser la lucha en España contra la corrupción y “lo bien que lo vamos a hacer a partir de ahora”, cuando su propia institución está implicada en casos de corrupción que se encuentran en el congelador de ese futuro tan bienintencionado que nos describe? O, ¿no fue la actual ministra de Defensa una populista de primera cuando denominó “indemnización en diferido” a lo que en realidad era una serie de “comisiones por tener la boca cerrada” del supuesto delincuente aislado del Partido Popular? ¡Tan solo dos ejemplos y ya nos ha bastado para situarnos en el colmo del populismo!

Podrían citarse muchos más -tan exasperante es que lo vamos a obviar-, así como identificar innumerables casos en los que individuos e instituciones absolutamente impuros reclaman solemnemente pureza -actos ajustados a la más estricta norma legal o moral- a quienes pueden hacer desequilibrar los cimientos de un sistema injusto, corrupto, viejo y traidor. Tan solo hay que mirar a quien preside el gobierno del actual ejecutivo en España. Así que si algunas formaciones de la izquierda insisten en lo vergonzante que es dejar en la calle a personas sin trabajo y vivienda, al tiempo que las entidades e instituciones financieras siguen registrando cuentas de resultados ingentes procedentes de un mercado inmobiliario especulativo y caracterizado por un stock de viviendas vacías insoportable, por poner un ejemplo,  ¿es eso populismo? La respuesta es no. Nunca. Jamás. Y bienvenido sea y por mucho tiempo.