Por diversos motivos, en las últimas semanas he pasado más tiempo del estrictamente necesario escuchando la Cope, canal radiofónico del que la Iglesia es propietaria.
Y me ha resultado muy curioso observar que en su tertulia económica predomina de manera totalmente clara y recurrente una línea ideológica extraordinariamente partidaria y afín al liberalismo puro -esa doctrina que reniega y abomina de la intervención del Estado fundamentalmente en materia económica-.
Todos los días, y cada vez que surge la más mínima oportunidad, en las ondas de la Cope resuena un eco de desprecio hacia todo lo que sea de naturaleza tributaria; que si gravar a las grandes compañías es veneno, que si los impuestos dañan la productividad, que si aumentar los tipos a las empresas va en contra del crecimiento económico… y así un largo etcétera día tras día.
Sin embargo, no debemos olvidar que gracias a los ingresos tributarios del actual modelo de Estado resulta posible suministrar la totalidad de las prestaciones sociales y servicios públicos de los que actualmente disfrutamos, así como que es a partir de un sistema fiscal de carácter progresivo –tal y como la Constitución de 1978 recoge– de donde proceden los recursos y los fondos públicos.
Por eso, esta semana pasada, justo cuando me disponía a hacer la compra en el supermercado, me soliviantó sobremanera que una serie de personas que debían de pertenecer a una parroquia católica solicitaran mi colaboración para poder recabar arroz, patatas y otro tipo de productos con el fin de destinarlos a una campaña de “alimentos para todos”.
Me pareció una incongruencia y una hipocresía fuera de toda demarcación razonable que ese mismo colectivo que sintoniza con la ultra conservadora idea de que una reducción del tamaño del Estado -limitando sus recursos- es una optimización del mismo, practicara de manera simultánea su propio intervencionismo a través de distintos tipos de peticiones -a pie de calle, en parroquias, a partir de su inconcebible casilla en el IRPF, por poner unos cuantos ejemplos-.
En mi opinión, carece de lógica defender la libertad e independencia del individuo con respecto al Estado -desvirtuando la magnitud de este concepto filosófico, cuyas dimensiones van mucho más allá de lo económico-, boicoteando y lastrando la legitimidad estatal como eje vertebral del sistema, pretendiendo sustituir su labor social y funcional con otro modelo que interfiere de una forma absolutamente idéntica en la esfera individual de cada persona -pongamos tan solo la palabra “donación” allí donde ponga “tributo”-.
Seguramente, tal carencia de lógica obedece a que dicha contradicción procede, simplemente, de la histórica disputa que la Iglesia mantiene por conservar unos dominios que siempre ha gestionado y logrado a base de solicitar -¿o podríamos decir imponer?- la “voluntad” de los que menos tienen. Porque si la Iglesia sigue conservando su privilegiada posición jerárquica en el poder, ello es debido a que su labor ni es tan benéfica como aparenta, ni pone el mismo empeño en solicitar la colaboración a todos los colectivos de la sociedad -véase, las grandes empresas de las que es accionista o, incluso, ella misma- por igual.
Crédito de la fotografía: «Dignificar la necesidad»