Hace años la política monetaria de los principales bancos centrales del mundo seguía unas pautas generales lógicas y relativamente fáciles de entender. Si se bajaban los tipos de interés se aceleraba la actividad económica. Si ésta se incrementaba demasiado se generaba inflación, lo que hacía reducir de nuevo estos tipos de interés. Como diría William McCherney Martin, antiguo presidente de la FED, los banqueros centrales eran los tipos encargados de llevarse el ponche justo cuando la fiesta empezaba a animarse.

Desde la Gran Recesión la situación ha cambiado. La implementación de medidas monetarias no convencionales ha influido en este comportamiento de la política monetaria. Actualmente conviven conceptos que anteriormente eran contradictorios. Por ejemplo, con unos tipos de interés muy bajos, coexisten niveles de inflación también muy bajos, rozando la deflación.  ¿Cómo es esto posible? ¿Es que el ponche ya no anima la fiesta?

Hay múltiples razonamientos que intentan explicar este comportamiento de la inflación. Por ejemplo, la mayor globalización existente quizás haga que, al haber una mayor competencia, el precio de los productos en el mercado baje.

También se puede argumentar que existen empresas que pueden influir en los mercados al aplicar nuevas tecnologías. Se cita el ejemplo de Amazon, que al cambiar la forma de distribuir, haciéndolo por internet, genera un descenso generalizado del precio de las mercancías con las que trata. En cualquier caso, a nadie se le escapa que la introducción de medidas no convencionales por parte de los bancos centrales tiene que ver con este comportamiento de la inflación.

La Gran Recesión fue en sus inicios una crisis financiera, no de producción. Tuvo el origen en las hipotecas subprime americanas y no en una recesión convencional. Por eso para superarla hicieron falta medidas monetarias no convencionales por parte de los bancos centrales.  Estas medias fueron básicamente de dos tipos: reducción de los tipos de interés y compra masiva de activos financieros. Por un lado es cierto que estas medias buscaban recuperar el crecimiento que se había perdido debido a la recesión, pero también pudieron tener un segundo efecto: facilitar a los deudores el pago de enormes deudas que se habían generado con los acreedores en una gran variedad de mercados.

De que las economías se han endeudado enormemente, no cabe menor duda. Con unos tipos más elevados, ¿no sería más difícil hacer frente a estas deudas? Y en cuanto a la compra de bonos, por ejemplo, ¿se puede pensar que los países del sur de Europa habrían podido hacer frente al pago de sus deudas públicas si no hubiera intervenido el Banco Central Europeo?

Pero volviendo a la inflación, ¿por qué no se incrementa ésta con unos tipos tan bajos? Quizás precisamente por la naturaleza financiera de la Gran Recesión.  El consumo de las familias es menor de lo que podría esperarse, en primer lugar, por su mayor endeudamiento (de hecho las familias en estos últimos años han estado desapalancándose), y además, se ha producido un efecto pobreza: el valor de los activos inmobiliarios ha caído  por lo que el deseo de consumir, y por tanto indirectamente de generar inflación, ha disminuido.

En cualquier caso, y como hay consenso generalizado, la cuestión está en qué puede pasar cuando se retiren estos estímulos monetarios no convencionales. Volviendo al origen financiero de la Gran Depresión, el posible problema sería, lógicamente, financiero y no de producción. Y quizás vengan por posibles impagos de deudas, como ocurrió con las hipotecas subprime. ¿Vendrán estos impagos?, ¿de dónde vendrán?, ¿de Europa del Sur – Grecia?, ¿de los mercados hipotecarios?, ¿de China?, ¿de deuda corporativa de alto riesgo?

O quizás la retirada cuidadosa de los estímulos financieros haga que la economía se adapte a la nueva situación y que se pueda volver a los buenos tiempos de la fiesta y el ponche.

Artículo escrito por Francisco José Bustos Serrano