Yo querría haber sido alguien cualquiera como Joseph Losey, de verdad. Lo digo por su película “El otro señor Klein”, en síntesis, un film que aborda aspectos psicólogicos como el remordimiento, aspectos sociológicos como la arbitrariedad de la distribución social o incluso aspectos filosófico/éticos, como la búsqueda del yo y la erradicación del misterio. Casi nada.

Comienzo por los de tipo psicológico aunque cada uno de los bloques mencionados está interconectado de una manera u otra.

Por centrar de algún modo el argumento de “El otro señor Klein”, Robert Klein es un personaje de la alta sociedad parisina, culto, adinerado y vanguardista, que compra obras de arte durante la 2ª guerra mundial a ciudadanos judíos que se encuentran en una situación de persecución y vulnerabilidad extrema.

Este es el comienzo de la trama y aquí voy a entrar en tromba con el spoiler por lo que si alguien prefiere detener su lectura en este punto debería optar por abandonarla en este preciso momento.

Como decía, el comienzo de la historia representa a Robert Klein como un despreocupado y privilegiado transaccionista, partícipe de unas desequilibradas negociaciones que sitúan en el otro extremo de las mismas a interlocutores en clara y palmaria desventaja.

El cinismo y la deshonestidad con que se conduce cotidianamente Klein quedan bien reflejados en el comentario que profiere justo antes de cerrar la adquisición de un cuadro mediante una oferta no demasiado justa: “En realidad, preferiría no tener que comprarlo”.

De aquí en adelante Klein sufre una inversión de status fruto, quizás, de dos desencadenantes; uno, el remordimiento. Dos, un hecho fortuito o quizás un simple “error”; nada más despedirse de su interlocutor, un periódico destinado a suscriptores judíos aparece a los pies de la puerta de su casa. Va dirigido a él.

Lo recoge y, en ese preciso instante, queda perturbado ante la figura que ve reflejada de sí mismo.

No será esta la última vez que Klein vea reflejada su silueta ante un espejo y se aterre. Losey juega aquí con la inquietante insinuación de la existencia de un segundo yo, un doble oculto que a modo de impostor alberga la siniestra pretensión de arrebatarle su identidad y con ello su cómoda y esplendorosa condición social.

Klein decide investigar quién se halla detrás del suceso. Llama a la policía, se presenta en la comisaría, pregunta en la oficina que edita el periódico y realiza a través de su abogado todo tipo de gestiones para procurar el esclarecimiento de los hechos.

Pero todo ello no conduce sino a generar sospechas sobre su identidad original y cuanto más investiga al respecto, más confluye su biografía – la del Robert Klein pudiente, elegante y dueño de una vida social portentosa exenta de cualquier preocupación- con la biografía de su supuesto doble e impostor – el Robert Klein judío, clandestino e inquilino de una andrajosa pensión.

Este contraste tan nítido entre ambos tipos de personajes -presentado de tal misteriosa manera que el espectador acaba por ser incapaz de concluir que efectivamente existan dos Robert Klein inequívocamente distintos-  desemboca en un cruel y sutil planteamiento existencial, a saber, que el destino de cada individuo, ya sea heroico o trágico, conspira dentro de cada uno de  nosotros de un modo tan terco, terrible, siniestra e inescrutablemente absurdo y arbitrario, que estamos forzados a buscarlo allí donde incluso se halle nuestra propia y fatal perdición.