El triunfo electoral de Donald Trump en EE.UU., la política neo imperialista de Putin en Rusia, el naufragio del modelo de capitalismo Chino, el ascenso de grupos y movimientos de extrema derecha en Europa, junto a la crisis institucional, de fondo, de una parte de la propia Unión Europea, y de otra de las instituciones y las prácticas económicas salidas de los años ochenta del pasado siglo, todo este cóctel parece dibujar un panorama sombrío, similar al de los años de entre-guerras (que algunos historiadores ya llaman la guerra de los treinta años, 1914-1945). El objeto de este artículo es matizar este paralelismo y llamar la atención sobre la ligereza con la que, en muchos medios (ahora que se acercan por ejemplo, las elecciones presidenciales en Francia), se habla de una crisis del sistema, comparable a la de aquella época.

No se trata de negar lo evidente. La crisis existe, está ahí. Basta con preguntar a los miles de jóvenes (y no tan jóvenes), cuyos padres trabajaban en una fábrica o en una oficina, en condiciones relativamente modestas pero estables, y que ya no pueden aspirar a reproducir sus modelos familiares de vida. Decía Gramsci que cuando el mundo viejo aún no ha acabado, y el nuevo aún no ha podido implantarse, aparece una zona de penumbra donde crecen los monstruos. Claro que hay crisis, y en un sentido ésta es aún mayor y más peligrosa que la de aquellos años. Donde yo vivo, en Granada, hace mucho tiempo que las bufandas, las manoplas, las gorras de lana con orejeras, esperan en el armario con el resto de la ropa de invierno, hasta la Navidad o más aún. El sistema, o la humanidad, si se quiere hablar en estos términos, se enfrenta hoy a retos mucho más decisivos que en aquellos años: a mi juicio, los dos más importantes son el crecimiento imparable de la desigualdad económica y social (que ha pasado de darse sobre todo, entre países, para materializarse en el seno de las propias sociedades del llamado “primer mundo”, y cuyo correlato escandaloso es la enorme concentración de poder y riqueza en cada vez menos manos, los ricos invisibles, irresponsables, sin país y que me recuerdan a esas viejas élites del Antiguo Régimen, que vivían como una humanidad distinta y aparte, en medio de desgraciados, rebeldes y lacayos); y en segundo lugar, la destrucción no menos imparable, de la Naturaleza,  del nicho ecológico humano, en especial del mecanismo compensador del clima de la Tierra. Por ende, los medios científicos y tecnológicos, y la capacidad de manipulación simbólica y mediática, (de organizar la vida privada y la de toda la sociedad de espaldas a la verdad, a los hechos simples y concretos de cada día), estos medios son hoy infinitamente más poderosos que entonces. Estamos, pues, también hoy en una zona de penumbra, con sus propios monstruos, como decía Gramsci. Pero el paralelismo en mi opinión, se acaba ahí.

En primer lugar, las élites (o una parte de ellas), que en los años de entre-guerras del pasado siglo apoyaron el ascenso del fascismo y del nazismo, dando la espalda a las que ya percibían como sus decadentes, inoperantes instituciones parlamentarias, liberales, y apostaron por ellos, por más que estéticamente les repugnaran, como la “única” opción para conjurar el comunismo, el éxito de la Revolución de Lenin y los suyos, -luego tendrían sobrados motivos para arrepentirse de haberlo hecho-, estas élites no tienen hoy, ni mucho menos, tan claro ni la amenaza que se cierne sobre ellas, que es mucho menos concreta pero no menos real ni menos definitiva, ni los antídotos con los que hacerle frente. Esta es una primera diferencia que me parece importante y a tener en cuenta.

En segundo lugar, los soldados desmovilizados de la Primera Guerra Mundial, que en Rusia desertaron en masa para pasar de disparar contra los alemanes para hacerlo contra sus propios oficiales; o que en Italia y Alemania regresaron a sus ciudades y pueblos, derrotados, traumatizados, como fantasmas de sí mismos, a las mismas ciudades y pueblos donde pocos años antes los habían despedido, cuando marchaban al frente, con flores, muchachas y bandas de música y donde ahora nadie los esperaba ni los quería, estos soldados ya no están ahí: no hay un material humano comparable a ellos hoy por hoy, en el juego político de nuestras cuestionadas instituciones parlamentarias, en ninguna parte del mundo, que yo sepa. Es curioso, además, que cuando los soldados estadounidenses que volvían de la guerra de Vietnam, también traumatizados y derrotados, no alimentasen nuevos movimientos de extrema derecha, pero se entiende porque volvían a un país en pleno apogeo económico, y donde la cultura contra la guerra y en general, contra la violencia, incluido el racismo, fenómenos como el movimiento hippie o el movimiento negro por los derechos civiles, llevaba ya años madurando, en medio de instituciones que funcionaban bastante bien. Lo que más me recuerda, aunque sea muy de lejos, a los soldados vueltos del infierno de las trincheras de la Gran Guerra, como espectros de hombres, a su traumático proceso personal y grupal de extrañamiento en medio del viejo mundo en crisis que les rodeaba, son los nuevos empleados mariposa (con contratos por horas, días o meses), de los que, sin embargo, se espera un comportamiento político y cívico “correcto” y normal, como el de los trabajadores y la clase media de los Treinta Gloriosos. Pero esta es otra historia, que desborda con mucho el objeto de esta pequeña reflexión, y que acaso merezca otro artículo.

Por último: los líderes de los nuevos movimientos destructivos, tampoco pueden erigirse hoy como entonces, como esos monstruos de los que hablaba Gramsci, con la misma contundencia dramática (y criminal), ante los supervivientes de las trincheras, de las que ellos también salieron. Ninguno de ellos puede arrastrar tras de sí a los viejos “camaradas” de la guerra perdida, con un efecto multiplicador comparable sobre la sociedad civil, ni con el inquieto beneplácito de la gente bien, aterrada ante la perspectiva de una revolución a la rusa. Donald Trump era un “héroe televisivo”. Jean Marie Le Pen es una señora francesa de provincias. Y con todo esto, la tierra se mueve bajo nuestros pies, quizás ahora más que antes. Y los que mandan también lo saben.

Que cada cual reflexione.

Carlos Almira Picazo es escritor y profesor