En el rifirrafe de la semana, Celia Villalobos le espetó a Pablo Iglesias que no hiciera tanto ruido. Que no osase entrar en la casa de nadie, y mucho menos en la suya propia, para dedicarse a ponerlo todo patas arriba. Que alguna vez le podría pasar algo similar también a él. Estar requetecómodo en el sofá del salón y ¡TOC, TOC!, a despertar que alguien viene a jugar una partida de democracia real. ¿Y qué pasaría entonces, eh, Pablo? ¿Te gustaría? Tal vez un pacto de silencio sería lo mejor. Qué decir tal vez. Demonios Pablo, ¿acaso no sabes que lo que te estoy proponiendo va más allá de un mero equilibrio de Nash? Aunque te recuerdo: no depende de ti.

La efervescente indignación de Celia no era para menos. Hace tiempo que tenía ganas de alzarle la voz y decirle cuatro cosas bien dichas a ese alborotador. Lo de su propio partido, un caso de corrupción con denominación de origen “Cúpula Institucional” era lo de menos. A ella solo podían soliviantarle asuntos de orden superior. Un convidado de piedra pretendiendo interrumpir su impenitente ejercicio del cargo -Vicepresidenta primera del Congreso de los Diputados-, por poner un ejemplo.

Nadie puede desahuciar a Celia de su Cámara baja así como así. Y mucho menos un Pablo cualquiera. Si la actual convivencia en las Cortes ya es difícil de por sí, imagínese con unos cuantos huéspedes de carácter peliagudo más. Incluso el propio Mariano Rajoy lo reconocía hace unos días en su programa de televisión; la corrupción les ha afectado muchísimo. Y su cara era un poema de matices distintos a los de Celia. Porque a quien estaba abroncando ella el otro día en realidad no era a Pablo Iglesias. Era al mismísimo Mariano Rajoy.