Hace unos días pudimos por fin conocer las declaraciones fiscales de Mariano Rajoy, a través de las cuales pudimos observar absolutamente atónitos cómo el actual presidente del gobierno español percibió cuando era líder de la oposición una retribución bruta de 239.084,89 euros en 2011, es decir, una cuantía un 229% superior a la cantidad con la que se le retribuyó siendo ya el presidente del gobierno de la nación. ¿Curioso, no?
De manera que, siendo cierta la teoría que afirma que la trayectoria profesional de Rajoy siempre ha estado dirigida en torno a la maximización del beneficio social, la inmediata evolución profesional del actual presidente español debería encontrarse dirigida hacia la percepción de uno de esos subsidios que el máximo dirigente de la patronal empresarial considera adecuados para los funcionarios que “están en la Administración consumiendo papel, teléfono y tratando de crear leyes”.
Porque de no ser así, aquello que Mariano Rajoy y algunos de sus compañeros de partido no han dudado en numerosas ocasiones en manifestar (“pudiendo tener mejor vida decidió dedicarla a los intereses generales») sería rotundamente falso y desmontaría, inmediatamente, la teoría por la que Rajoy es una especie de mesías que nunca ha buscado su interés personal.
Pero también hemos podido saber que, además, las cuentas correspondientes al propio Partido Popular muestran una información tal -beneficios año tras año- que, según el vicesecretario de Estudios y Programas del PP, González Pons, “el Partido Popular no necesita recurrir a nada que no sea su propia contabilidad, decente, limpia y honrada, para salir adelante”.
Menos pintoresco que el señor Juan Rosell, pero igual de capacitado para hacer temblar a cualquiera que se le ponga por delante con las declaraciones que a cada momento se le ocurran realizar, González Pons pareció dar en esta ocasión con el quid de la cuestión, esto es, las fronteras que la política ha establecido entre sus privilegios y los de la sociedad.
O dicho de otra forma, la vertiginosidad a la que se resquebraja la supuesta -aquí nunca mejor dicho- autoridad moral de una cúpula institucional que cuanto más se quiere desvincular de la corrupción a través de la retórica más banal y superficial, más profundo es el corte con el que hiere y secciona al conjunto de una sociedad cuyos problemas nadie, ni por A ni por B, parece querer o poder resolver.